lunes, 14 de julio de 2008

Legalidad y legitimidad por Enrique Dussel

Legalidad y legitimidad por Enrique Dussel
Agosto 22, 2006 at 15:18 · Filed under Opinión, Estado
Fuente: La Jornada de México
Se habla mucho del respeto a la ley, a las instituciones, a la legalidad del Estado de derecho. En efecto, la vida política es imposible sin leyes. Ya había códigos como el de Hamurabi en Babilonia hace 37 siglos. El “Estado de derecho” es una situación de orden donde los ciudadanos se remiten al sistema de leyes para arreglar sus conflictos, respetando el juicio del juez. La Ley del Talión (”ojo por ojo, diente por diente”) deja lugar al arreglo racional de las contradicciones. En los estados modernos la Constitución es el fundamento del sistema de las leyes y de las instituciones, acordadas por una participación simétrica de los afectados según el principio democrático.
Sin embargo, el Estado de derecho no es la última instancia de la política. Carl Schmitt, para mostrar este hecho, indica que en el “Estado de excepción” se suspende el Estado de derecho por una grave situación de crisis. Por ejemplo, en la República romana había una institución, la “dictadura”, que dejaba temporariamente todas las leyes e instituciones en suspenso por la gravedad de la situación, en el momento de la guerra contra Cartago.

Pero aun el Estado de excepción puede ser dejado en suspenso. En 2001 Fernando de la Rúa decretó en Argentina el Estado de excepción para superar la crisis de la ocupación de las calles de Buenos Aires por el pueblo. Pero el pueblo no aceptó el Estado de excepción y se declaró en “Estado de rebelión”; suspendiendo de hecho el Estado de excepción y bajo el lema “¡Qué se vayan todos!” produjo la caída del presidente. En este último caso, y como la Constitución explícitamente lo proclama, la última instancia del poder político tiene su sede en la comunidad política misma, en el pueblo.
La legalidad está al servicio del pueblo y no viceversa. El fundador del cristianismo anotó: “¡El sábado (la ley) está hecha para el hombre, y no el hombre para el sábado (la ley)!”, aunque muchos cristianos de nuestros días fetichicen la ley contra el pueblo.
Por otra parte, como Dworkin ha enseñado detenidamente, la ley puede interpretarse de muchas maneras, y por ello un ciudadano justo puede confiar en las leyes, pero no en la interpretación o aplicación de los jueces. Sócrates enseñó a sus discípulos, Platón entre ellos, que las leyes de Atenas eran justas, pero los jueces fueron injustos al condenarlo a muerte. No aceptar el juicio de un juez no es necesariamente ilegal y antinstitucional. Puede significar simplemente que no se acepta la corrupción del sistema judicial. No hay juicio perfecto ni unívoco. Todo juicio es incierto, de lo contrario se necesitaría una inteligencia infinita a velocidad infinita (el “Hércules” de Dworkin, o el argumento de Karl Popper contra la planificación perfecta).
Además el que actúa contra las leyes o las instituciones injustas puede ser un ciudadano justo. Miguel Hidalgo se levantó contra la Leyes de las Indias y contra la institución colonial, fue ilegal para los españoles y al proponerse transformar las instituciones coloniales fue condenado a muerte. ¡Hoy es el héroe fundador de México! Si hubiera sido obediente a leyes e instituciones injustas hoy seríamos todavía la Nueva España.
Pero, además, legalidad y legitimidad son algo muy diferente. Alguien puede cumplir la ley formalmente, fríamente, no respetando su “espíritu” (y aun siendo objetivamente injusto, como en el caso de los jueces de Sócrates), y por ello podría ser legal, pero, sin embargo, no alcanzaría la “legitimidad”. El puro cumplimiento de la ley, la legalidad, no tiene la fuerza de la legitimidad.
La legitimidad exige, más allá de la legalidad, el consenso o la aceptación de los participantes afectados. Para alcanzar un acuerdo válido es necesario que todos los afectados hayan podido participar simétricamente, con razones y no con violencia, y hayan llegado a aprobar algo que gane la aceptación de todos (o al menos de una mayoría determinante). Si la aplicación injusta de la ley (por un juez injusto) o una institución que ha perdido aceptación (por ejemplo el poder del virrey para Hidalgo) se impone a alguien que no ha sido convencido de que la interpretación de la ley y su aplicación al caso concreto es justa, el tal acto puede denominarse superficialmente de legal, pero no de legítimo. La legitimidad agrega al cumplimiento objetivo de la ley la convicción subjetiva a las razones aducidas en su aplicación. Forzar coactivamente una interpretación o una aplicación dudosa de la ley ante un pueblo no convencido, que no adhiere al consenso que pretende el juez (y ese pueblo no acepta al juez por razones objetivas que le permiten suponer que se trata de una aplicación injusta), podrá llenarse la boca de que es legal, que tiene “legalidad” y que hay que “respetar a las instituciones”, siendo que en verdad no puede alcanzar la plenitud de la “legitimidad” por su inocultable injusticia.
Carlos Salinas de Gortari nunca alcanzó ni alcanzará la legitimidad. El pueblo lo sabe y lo recordará. Augusto Pinochet nunca podrá exigir el respeto que se debe a un gobernante electo, democrático o justo. Pudo sepultar con balas a Salvador Allende. Pero hoy, uno es juzgado hasta por ladrón, y al asesinado se le levantan estatuas y pasa a la historia como un héroe. Los pueblos no olvidan en el pasado ni en el presente a aquellos que obedecieron el mandato de la comunidad política y que ganaron la legitimidad. Los que se escudan en la mera legalidad (de una interpretación incierta y equívoca de la ley, y de una aplicación unilateral) no alcanzarán nunca la legitimidad, es decir, el acuerdo por convicción subjetiva del pueblo, que es el componente primero del poder político sobre el que puede fundamentar normativamente la acción del político justo.

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